Algunas de las discusiones en el Twitterverse de los últimos días se han quedado conmigo:
¿Puede un tipo dar un taller sobre feminismo? ¿Puede un venezolano fuera de EEUU criticar las protestas en EEUU? ¿Puede alguien blanco hablar sobre el sufrimiento de los negros?
Pareciera fácil reclamar más mujeres en los páneles, hacer algún chiste sobre cómo las protestas en Venezuela no han tenido mejores resultados o demandar el silencio a una parte del grupo mientras hablan los designados. Me atormenta que las dificultades para dialogar se traduzcan a censuras y a cancelaciones, sobre todo cuando dejan poco espacio para la reflexión.
No creo que permanecer en silencio contribuya. No me puedo asegurar que mi silencio no sea interpretado como complacencia o indiferencia ante una norma opresora y terrible con la que no estoy de acuerdo. Creo que todos deberíamos y podemos ser parte de la conversación. Y creo que no nos pensamos lo suficiente cómo podemos hacer eso sin llevarnos por delante los unos a los otros en el proceso.
No pretendo que lo siguiente sea una solución. Una guía de buenos modales, unas normas para el diálogo o la delineación de pasos para la convivencia y la colaboración no van a ser suficiente para resolver estos problemas. Esto es más bien un intento de, en palabras recientes de Manuel Llorens, quien parafraseaba a su vez a Bion, seguir pensando mientras las bombas caen. Tal como lo quiero plantear, se trata de un problema de participación, de libertades y de la posibilidad de encontrarnos y entendernos desde nuestras diferencias.
Aquí un discurso de la señora Merkel to set the tone.
La escena pública nos pertenece a todos
El escenario público es el lugar de encuentro para debatir, para crear cultura, contar nuestras historias, elegir a nuestros líderes, escribir nuestras leyes, proteger nuestro patrimonio, reclamar nuestros derechos. Lo que ocurre en ese espacio nos afecta a todos y tenemos una responsabilidad compartida de construir ese escenario público, de preservarlo, y también de de-construirlo, negociarlo, volver a armarlo.
Una frase que se ha hecho eco en esta pandemia ha sido esa de que “estamos todos juntos en esto”. La velocidad con la que este virus se ha propagado quebrando fronteras ha sido un recordatorio contundente de que todos somos ciudadanos del mismo mundo y de cómo los problemas de unos nos pueden afectar a todos.
Pero eso de que “todos estamos juntos en esto” ciertamente invisibiliza una parte importante de lo que estamos viviendo. Más allá de la evidente vulnerabilidad global, las realidades particulares de cada uno determinan factores de riesgo y protectores que son específicos. Sería ingenuo -por decir lo menos- pensar que mi cuarentena en una casa en una zona clase media alta de Caracas, con algo de trabajo, un tanque de agua, comida sabrosa, una red de apoyo familiar extensa entre otros tantos privilegios ha sido igual que la de todas las demás personas en cuarentena, tanto las de quienes les falta mucho de lo que yo tengo como la de quienes están mucho más cómodos que yo.
“Todos” es un conjunto de personas semejantes en alguna medida pero extensamente heterogéneo
Cada uno ocupa un lugar. Es evidente que hay unos lugares mejores que otros (por ej. ser un varón cis blanco, sano, rico, buenmozo y ciudadano del primer mundo), pero sobre todo cada lugar presenta oportunidades, ventajas y desventajas que son particulares a la situación de cada quien.
La vida tiene sus maneras de enseñarnos cuál es el lugar que ocupamos y nosotros también tenemos maneras de apropiarnos de los nichos que la sociedad nos ofrece (que, evidentemente, no están disponibles equitativamente para todos). El privilegio opera como un bagaje invisible que mejora las vidas de unos de forma inadvertida mientras dificulta las vidas de otros. Fue con las preguntas de Peggy McIntosh (1989) que empecé a pensar en el problema del privilegio. Quienes no han probado el ejercicio aún pueden pasarse por aquí.
Ella cuenta su experiencia y explica cómo parece más fácil reconocer los obstáculos en la vida de los demás que los beneficios que derivamos precisamente gracias a ese status quo (por ej. un hombre puede reconocer las diferencias salariales entre hombres y mujeres y los problemas que eso trae para ellas, pero al mismo tiempo desmentir las consecuencias favorables que ese sistema tiene para su situación salarial o la de otros hombres). Algo así como saberse blanca, clase alta, educada, viajada, conectada pero creer que su lugar ha sido producto de una justa meritocracia (ehm Shirley).
Si esto fuera un manual paso-a-paso, aquí es donde diría “Paso 1 para aliarnos en la asimetría: Reconocer el lugar propio”. Esto implica una mirada global que comprenda cómo se distribuyen los beneficios en la sociedad. No basta solamente con reconocer las dificultades en las vidas de los demás sino también el privilegio, el poder y los beneficios que derivamos al ocupar nuestro sitio.
Saber dónde estamos parados abre posibilidades de encuentro y diálogo. Ignorarlo, negarlo o desconocerlo se presta para invisibilizar voces, apropiarse de culturas, oprimir minorías, y así (por ej. cada vez que un panel de puros tipos quiere tomar decisiones sobre y para las mujeres o la población general). Reconocer las asimetrías y los grupos diferentes al propio significa reconocer la propia falta: ¿cuál es mi no-experiencia? ¿cuáles son las cosas que no puedo conocer -personal o directamente- habitando esta piel, este lugar?
Y aquí una brecha importante que hay que recorrer. Una vez que reconocemos la imposibilidad de conocerlo todo, ¿estamos dispuestos a abrir espacios de participación? ¿a compartir el poder? ¿a escuchar al otro? ¿a construir juntos? Si ese no es el caso del lector, esto no es para usted. Pero conozca el peligro de los/as Amy Coopers. Al menos evite convertirse en una de esas personas listas para maximizar su privilegio en detrimento del resto. Continúo para los demás, “Paso #2: Optar por la democracia, la participación y el diálogo”.
La participación es un principio propio de la democracia que reconoce la importancia de la representación y de la inclusión de los sectores de la población (por ej. mujeres, niños(as), campesinos, comerciantes, indígenas) en la toma de decisiones que les son pertinentes. Es un compromiso con el derecho a la ciudadanía de todos los grupos. Algo así como que no vamos a decidir cómo diseñar los transportes públicos de una ciudad sin usuarios con discapacidades motoras. También tendrían que participar en la conversación los demás sectores de la población y pudiera ser engorroso y problemático, pero para eso está el pensamiento político y la representación pública. Escribe Hannah Arendt (1967), aunque la traducción (y el énfasis) es mía:
El pensamiento político es representativo. Yo formo una opinión considerando un problema particular desde diferentes perspectivas, haciendo presentes en mi mente las posturas de aquellos que están ausentes, es decir, los represento. Este proceso de representación no adopta ciegamente las miradas actuales de aquellos quienes se ubican en otros lugares, y por ende ven el mundo desde otra perspectiva; esta no es una cuestión ni de empatía, como si tratara de ser o sentir como alguien más, ni de contar narices y unirse a la mayoría, sino de ser y pensar en mi propia identidad donde de hecho no soy.
Es imposible pensar, opinar o actuar desde el lugar del otro (podemos imaginar, pero no es lo mismo). Resultaría impertinente -por decir lo menos- querer participar en una discusión que pertenece o es propia de un grupo diferente al mío como si perteneciera a ese grupo, como si compartiera sus experiencias cuando eso sencillamente no es cierto (por ej. cuando un tipo quiere ser el vocero para explicar los riesgos de ser mujer mientras su género lo ha salvado siempre de esos riesgos). Eso, sin embargo, no nos hace incapaces de pensar en los problemas de otros grupos, de empatizar, de identificarnos con sus causas, de aliarnos. Las alianzas unen a bandos diferentes donde se colocan los recursos de ambas partes a disposición de un mismo fin. Quizá precisamente lo que tienes tú sea lo que le falte a los otros, y así una fuente importante de ayuda (por ej. Alguien que nunca ha temido por su integridad física en su hogar algún día pudiera ofrecerle la seguridad de su casa a algún otro que no la tiene, pero aún así tendrá que respetar que mucho de ese sufrimiento seguirá siendo desconocido y de otro).
Disponerse a escuchar, a preguntar y a contribuir desde el respeto al protagonismo del otro pudiera ser un buen lugar para empezar. Parece una tontería decirlo, pero quizá a los que nacimos y ocupamos sitios de privilegio se nos ha olvidado lo que es estar fuera del spotlight. Caemos en la trampa de insistir en ser los héroes de un cuento que no se trata de nosotros. Pero hay tantos otros roles disponibles que pueden contribuir a cambiar el curso de la historia. ¿Qué tal si nos contentamos y aprendemos a ser el Sam de un Frodo? ¿El San José de María? ¿El Cancerbero de Hades? ¿El Dobby fiel para Harry? Podemos aprender a acompañar, a guardar, a defender, a servir.
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